n.º 47 Febrero 2023
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Lejos de aquella Roma de mármol que resplandecía orgullosa a la cabeza de un enorme imperio que se extendía por doquier, el origen de la ciudad fue mucho más modesto y marcado por un paisaje que ni tan siquiera podría calificarse como “urbano” y que venía salpicado por cabañas con techumbres vegetales en vez de por majestuosos monumentos que elevaran su figura por encima de las residencias más mundanas. Como es lógico, los autores latinos clásicos procuraron acompasar estas discordancias con una literatura acorde con el prestigio que tenía la ciudad en su momento, y recurrieron a explicaciones más legendarias que históricas, a veces imbricadas con tradiciones seculares y otras directamente sacadas de la imaginación de inspirados poetas. De esta forma, figuras como la de Heracles, Eneas o Rómulo desfilaron en el relato fundacional romano en reflejo de otros como Atenea, Teseo o Erictonio en la Atenas clásica. En un contexto mucho más terrenal, enfocado al suelo del que emanan los brotes de la información arqueológica, la estratigrafía de la Roma de tiempos pretéritos aparece de forma muy parcial, a menudo oculta a varios metros de profundidad y cubierta por siglos de ocupación que dificultan enormemente la lectura de los espacios ocupados.