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La reflexión en torno a la que Eternidad se vertebra constituye un lugar común del imaginario del siglo veinte, una pregunta de raíz paradójica que puede enunciarse así: ¿cómo es posible que Alemania, país que prohijó las más fecundas manifestaciones de la cultura y el espíritu humano —entre ellas, en lugar relevante, la música— inspirara al mismo tiempo las grandes hecatombes de la época y sus más profundas vergüenzas, con el nacionalsocialismo como bandera ideológica? El intento por satisfacer esta pregunta se organiza a través de una historia donde belleza y horror se tienden la mano en uno de los escenarios por antonomasia de la Segunda Guerra Mundial: la contienda germano-soviética. Dicha antinomia se articula en torno a una imagen peculiar: la de trece caballos escuchando a Schubert en el invierno ruso, en interpretación de una orquesta de militares nazis abocados a la titanomaquia de Stalingrado.